Título de la Sesión de Aprendizaje:
Leemos diversos tipos de textos y reforzamos lo aprendido.
Lee y desarrolla las actividades:
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En la sala había un enorme tablero de madera pulida, un reino cuadrado llamado Ajedrelandia. Estaba dividido en 64 casillas blancas y negras donde vivían todas las piezas del ajedrez: los valientes peones, los elegantes caballos, las torres fortachonas, los inteligentes alfiles, la poderosa reina y el siempre preocupado rey.
Cada día, las piezas se
preparaban para los entrenamientos. El rey
Don Lento I, un señor redondito y de barba blanca, daba órdenes desde su
trono en la casilla e1. —¡Recuerden, mis valientes! Un solo paso a la vez… no
quiero accidentes —decía con voz temblorosa mientras se ajustaba su corona que
siempre se le caía.
La reina Valentina, su esposa, rodaba los
ojos con elegancia. —Ay, querido, mientras tú avanzas un paso, ¡yo puedo
recorrer todo el tablero! —decía moviéndose de una esquina a otra con rapidez.
Las demás piezas la miraban con admiración (y un poco de envidia).
El caballo Roco, que tenía un casco
chueco y relinchaba de risa, siempre se movía en forma de L. —¡A mí no me
alcanzan nunca! —gritaba mientras saltaba sobre los peones. Pero un día, en uno
de sus saltos locos, cayó de cabeza en una casilla negra y se mareó tanto que comenzó
a hablar al revés. Todos rieron tanto que el rey tuvo que dar un discurso para
calmar el alboroto.
Los alfiles, Don Blanco y Don Negro, eran
muy sabios, aunque a veces se perdían en su propio camino diagonal. —La vida es
una línea recta en diagonal —decía Don Blanco, mientras su compañero respondía:
—Eso no tiene sentido, pero suena profundo.
Las torres, conocidas como Forti y Mura, eran las guardianas del
castillo. Nunca se movían sin mirar a los lados y siempre discutían sobre quién
era más alta. —Yo soy más robusta —decía Forti. —¡Pero yo tengo mejor vista!
—contestaba Mura desde la otra esquina.
Y los peones, esos pequeños soldados del
tablero, soñaban con llegar al otro extremo para convertirse en reinas, torres
o caballos. Uno de ellos, llamado Peoncito,
era el más curioso de todos. Siempre preguntaba:
—¿Por qué tenemos que avanzar solo un paso? ¿Y si quiero volar como el caballo?
A lo que el rey, pacientemente, respondía:
—Cada uno tiene su valor, Peoncito. Si todos volaran, nadie cuidaría el camino.
Una noche, mientras
todos dormían, un niño humano llamado
Nico se acercó al tablero. Era su primer día aprendiendo ajedrez y, al
tocar las piezas, estas cobraron vida.
—¡Oh no! ¡Un gigante de carne y hueso! —gritó el caballo Roco escondiéndose
detrás de una torre.
Nico, sorprendido, los saludó:
—Tranquilos, solo quiero aprender a jugar con ustedes.
La reina sonrió y le
dijo:
—Entonces ven, pequeño aprendiz, te mostraremos que cada pieza tiene un
propósito y un poder.
Así fue como Nico pasó
toda la noche aprendiendo. Descubrió que los peones enseñan paciencia, los
caballos enseñan estrategia, las torres enseñan firmeza, los alfiles enseñan
sabiduría, la reina enseña valentía y el rey enseña prudencia.
Al amanecer, Nico
bostezó y guardó las piezas en su caja. Pero justo antes de dormirse, escuchó
una pequeña voz desde dentro:
—¡Recuerda, Nico! ¡Cada movimiento en la vida es como en el ajedrez: piensa
antes de actuar!
Y desde entonces, cada
vez que jugaba, Nico no solo movía piezas… también movía su mente.
R.and.Y.
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